5. EXPECTATIVAS
DE UN OBISPO
DIOCESANO
Sínodo sobre la
familia: Johan Bonny, obispo de Amberes
1° de septiembre de 2014.
CONTENIDO
Introducción
1.
Colegialidad
2.
La doctrina
-
La ley natural
-
El sentido de la
fe de los creyentes
-
Modelos de
teología moral
3.
La Iglesia
como una compañera de camino
4.
Situaciones
‘regulares’ e ‘irregulares’
5.
Divorciados y
vueltos a casar
6.
El anuncio
del Evangelio
7.
Un Sínodo
como un desafío
Conclusión
INTRODUCCIÓN
Del
5 al 19 de Octubre se reúne en Roma un Sínodo de obispos sobre el tema de “los
desafíos pastorales de la familia en el contexto de la Evangelización”. En
preparación a este Sínodo, el Vaticano envió un cuestionario a los obispos y a
las personas interesadas. A pesar del tiempo muy corto para reaccionar, este
cuestionario recibió mucho eco en el mundo entero. Varias iniciativas se
iniciaron en nuestro país. Los obispos belgas difundieron el cuestionario en
todas las diócesis francófonas y flamencas y recibieron en total 1589
respuestas que provienen de personas, de grupos o de servicios. Una comisión de
expertos, entre los cuales hubo 5 teólogos de la UCL (Universidad católica de
Lovaina Nueva, francófona) y de la KUL (Universidad católica de Lovaina,
flamenca), estudió todas estas respuestas y redactó un informe sintético que
fue transmitido a Roma. La Facultad de Teología y Ciencias Religiosas de la KUL
organizó una encuesta sobre la manera de vivir la fe en Flandes. Los resultados
de esta encuesta fueron presentados en Lovaina en una jornada de estudio. Con
ocasión de esta jornada de estudio, el Servicio Interdiocesano (neerlandófono)
de la Pastoral familiar publicó una serie de expectativas y sugerencias.
Además, varios grupos y movimientos, como el IPB (Consejo Pastoral
Interdiocesano flamenco) y los consejos pastorales de varias diócesis
organizaron coloquios sobre el tema del próximo Sínodo. Las reacciones llegadas
desde Bélgica concuerdan con las llegadas de los países vecinos. Mientras
tanto, el secretariado romano del Sínodo de los obispos publicó el Instrumentun
Laboris en el cual fueron reelaboradas todas las respuestas llegadas de los
cinco continentes.
¿Usted,
como obispo, cómo ve este próximo Sínodo? Muchas veces he escuchado esta
pregunta en estos últimos meses. Por una parte, trato de leer con atención y de
comprender las respuestas de nuestro país y de los países vecinos. Estas
respuestas manifiestan un amplio conocimiento del dossier y una gran expectativa hacia el Sínodo.
Además, brotan de los primeros afectados: los que hoy viven su relación, su
matrimonio o su familia a la luz del Evangelio y en unión con la comunidad de
la Iglesia. Por otra parte, trato de captar cómo un obispo puede mejor entender
las opiniones y expectativas vividas en la porción del pueblo de Dios a él
confiado. Por supuesto, no puedo prever desde ahora lo que se dirá en Sínodo ni
cómo los obispos con el Papa Francisco hablarán del matrimonio y de la familia.
Deseo sin embargo formular en esta nota algunas expectativas personales. Las
formulo en nombre propio. Las formulo además como obispo de Europa Occidental,
sabiendo que obispos de otras regiones de Europa o de otros continentes pueden
tener opiniones divergentes.
Mis
expectativas apuntan tanto a la comunidad de Iglesia como a la familia. Se
sitúan en una línea histórica que comienza con el Concilio Vaticano II y llega a la situación actual. Trato de hacerla
coincidir lo más cerca posible con la teología y la pastoral. La Iglesia como “la casa y la escuela de
la comunión” es el hilo conductor del conjunto de esta nota.
1.- LA COLEGIALIDAD
Comencé
mi formación sacerdotal en 1973: 8 años después del fin del Concilio Vaticano
II (1962-1965) y 5 años después de la publicación de la encíclica Humanae
vitae (1968). Desde esta época, siempre he constatado cuán importantes son
los problemas de la relación, de la sexualidad, del matrimonio y de la familia
y cómo representan un terreno especialmente conflictivo en la comunidad de
Iglesia. Muchos creyentes, sobre todo miembros de organizaciones católicas y de
medio cristiano, ya no se encontraban
representados en los textos doctrinales y las declaraciones morales de
Roma. Esta brecha no disminuyó con los años, sino por el contrario, creció. Los
documentos sucesivos provenientes del magisterio supremo acerca de los
problemas sexuales, familiares o bioéticos se toparon con una incomprensión creciente y una indiferencia progresiva. Para
evitar aumentar las tensiones, se adoptó la vía de la discreción en los años 80
y 90. Por una parte, los creyentes se dirigen cada vez menos a los obispos,
teólogos o colaboradores pastorales para sus problemas personales. Por otra
parte, éstos últimos prefirieron acompañar a las personas de manera individual
para no contribuir más a tensar el clima de las discusiones ideológicas. Esto
les pareció la mejor carta para poder cumplir su tarea de “pastor” en
conciencia y de manera eficaz.
La
brecha creciente entre la enseñanza
moral de la Iglesia y las opiniones morales de los creyentes releva una
problemática en la cual intervienen muchos factores. Uno de ellos refiere a la
manera cómo esta materia ha sido ampliamente retirada de la colegialidad de los
obispos y vinculada casi exclusivamente al primado del obispo de Roma. En el
seno mismo del problema ético del matrimonio y de la familia surge una pregunta
eclesiológica: la de la justa relación entre el primado y la colegialidad católica.
Todos los debates que se han llevado después de Vaticano II sobre el matrimonio
y la familia, en uno u otro sentido, tiene que ver con este tema de
eclesiología.
Durante
todo el Concilio Vaticano II, los
obispos y el Papa se esforzaron por alcanzar el consenso más elevado posible.
Todos los documentos fueron evaluados con atención, fueron escritos varias
veces, hasta que casi todos los obispos puedan dar su aprobación. Numerosos
textos tuvieron que recorrer tres sesiones del Concilio antes de ser aprobados.
Varias veces, el Papa Pablo VI intervino personalmente para ir al encuentro de
los que dudaban a través de una adaptación del texto o de una nota adicional.
Para las Constituciones más importantes, algunos obispos y teólogos belgas
trabajaron días y noches para introducir enmiendas en textos que puedan llevar
la adhesión de todos. Las cifras lo confirman: todas las Constituciones y
Decretos del Vaticano II, aún las más difíciles, fueron finalmente aprobadas
por un consenso casi general. De este tipo de colegialidad, no quedó
casi nada, tres años más tarde, con la publicación de la Humanae Vitae. Que el Papa tome una decisión acerca de “los
problemas de la población, de la familia y de la natalidad” estaba previsto
por el Concilio. Que abandone en este caso la búsqueda colegiada del más grande
consenso no estaba previsto en el Concilio. En cuanto a la forma, el Papa Pablo
VI tomó ciertamente su decisión en alma y conciencia, con una percepción aguda
de su responsabilidad personal ante Dios y la Iglesia. En cuanto a la forma, su
decisión iba contra la opinión de la comisión de expertos que él mismo había
nombrado, de la comisión de cardenales y obispos que había trabajado este tema,
del Congreso mundial de Laicos (1967), de la gran mayoría de teólogos,
moralistas, médicos y científicos y de la mayoría de las familias católicas
comprometidas, por lo menos, en nuestro país.
No
me toca juzgar cómo todo se desarrolló en este tiempo ni cómo Pablo VI llegó a
su decisión. Pero lo que me interesa es lo siguiente: la ausencia de un soporte
colegial llevo inmediatamente a tensiones, conflictos, rupturas que
nunca sanaron. Tanto de un lado como del otro, las puertas se cerraron y no se
abrieron más. La línea doctrinal de la Humanae Vitae fue además
transformada en un programa estratégico que prosiguió con mano firme. Por culpa
de esta política eclesial quedan todavía huellas de sospecha, exclusión y
oportunidades fracasadas.
Esta
discordia no puede prolongarse. La
unión entre la colegialidad de los obispos y el primado del obispo de Roma, tal
como se realizó en el Concilio, debe restaurarse. Esta restauración ya no puede
hacerse esperar más tiempo. Es la clave para una nueva y mejor aproximación de
muchos temas en la Iglesia. En mi opinión, es parte del rol del obispo de
colaborar hoy a esto. Está claro sin embargo que una aproximación más colegiada
no lleva de por sí a la solución de todos los problemas. La colegialidad no es
un camino fácil. Puede desvelar nuevas tensiones y provocar rupturas. Toda
concertación y toma de decisiones en común conlleva el riesgo de la diferencia
de opinión y de la falta de claridad. La experiencia de otras Iglesias y
comunidades eclesiales debe también ayudarnos a ser realistas sobre este punto.
Creo sin embargo que la Iglesia católica tiene una necesidad urgente,
especialmente en el tema del matrimonio y de la familia, de una nueva y más
sólida base de colegialidad para la toma de decisiones. Espero que el próximo
Sínodo sea muy benéfico en este punto.
Sobresale
en el Instrumentum Laboris cuántos pueden ser diferentes las reacciones
según los diversos continentes acerca del matrimonio y de la familia. Sobre
este punto, el documento preparatorio es honesto y trasparente. África y Asia
tienen puntos de vista y experiencias distintas a las de Europa y América del
Norte. Hasta entre Europa Occidental y Oriental, entre Europa del Norte y del
Sur se notan diferencias importantes. No tiene sentido negar o despreciar estas
diferencias. Tienen realmente un significado. A pesar de la globalización,
muchos desarrollos y desafíos de este mundo conocen recorridos que van con
tiempos distintos. En estas distintas “zonas temporales”, los obispos son
responsables para la parte del pueblo de Dios a ellos confiados. Y no es una
solución decir que estos temas no hacen problema, o lo hacen al otro extremo
del mundo. Una colegialidad monolítica tiene tan poco futuro en la Iglesia como
un primado monolítico. Espero que el Sínodo de los obispos ponga la atención
necesaria sobre esta diversidad
regional. A este respecto, sobre el aporte de las conferencias episcopales
a una justa relación entre primado y colegialidad, el Papa Francisco escribe
que “este deseo no se realizó” y que “todavía no se ha explicitado
suficientemente un estatuto de las conferencias episcopales que las conciba
como sujetos de atribuciones concretas, incluyendo también alguna auténtica
autoridad doctrinal. Una excesiva centralización, más que ayudar, complica la
vida de la Iglesia y su dinámica misionera”. Quizás el Sínodo pueda confiar a
las conferencias episcopales la misión de profundizar durante el año próximo
sobre la problemática del matrimonio y de la familia en su región, preparando
la segunda sesión del Sínodo, en Octubre 2015.
2.- LA CONCIENCIA
Como
en otros países, los obispos de Bélgica se encontraron después de la
publicación de la encíclica Humanae Vitae ante una tarea difícil.
Durante el Concilio, habían trabajado intensamente para la redacción de la
Constitución Gaudium et Spes, especialmente para el capítulo “Dignidad
del matrimonio y de la familia”. A petición del Papa Juan XXIII y del Papa
Pablo VI, se habían entregado activamente en varias comisiones que se habían
dedicado al problema de la paternidad responsable y del control de la
natalidad. Habían deliberado largamente con teólogos moralistas, científicos y
movimientos de laicos creyentes. Su opinión personal era conocida de la opinión
pública. Después de la publicación de la encíclica, se encontraron en un dilema
crucial. Por un lado, querían como obispos, seguir leales respecto de la
persona del Papa Pablo VI con el cual habían colaborado intensamente y con
confianza durante el Concilio. Por otro lado, como obispos diocesanos, querían
tomar sus responsabilidades para con el pueblo de Dios a ellos confiado, en el
espíritu y según la misión que recordó el Concilio. El Concilio les había dado
la misión de tomar en serio “las alegrías y las esperanza, las tristezas y
las angustias de los hombres de nuestros días”, y de “escrutar los
signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio”. Querían
ejercer su misión de pastores tomando en cuenta esta nueva hermenéutica
eclesiológica y pastoral. Llegaron así más rápidamente a un conflicto de
lealtad y entonces a un caso de conciencia. ¿Cómo quedar unidos al papa y, al
mismo tiempo, ser fieles al Concilio?
Un
mes después de la publicación de la Humanae Vitae, los obispos belgas
publicaron una Declaración común. Este texto no fue redactado ni publicado a la
rápida. Los obispos quisieron permanecer anclados a la gran tradición de la
Iglesia y, al mismo tiempo, avanzar en un diálogo constructivo con las familias
y la cultura de su tiempo. Cuatro proyectos sucesivos fueron escritos y
corregidos. Los autores principales de la Declaración no eran teólogos
debutantes ni francotiradores. Por el contrario, eran los mismos que, en el
Concilio, habían trabajado de manera decisiva en las Constituciones como Lumen
Gentium, Dei Verbum y Gaudium et Spes, especialmente Mons. G.
Philips y Mons. J.M. Heuschen. Estaban en estrecho contacto con varios
Cardenales que marcaron al Concilio Vaticano II, como L.J. Suenens
(Malinas-Bruselas), J. Dopfner (Munich), B. Alfrink (Utrecht), F. Konig
(Viena), J. Heenan (Westminster) y G. Colombo (Milán). Es decir, la declaración
de los obispos de Bélgica provenía del mismo círculo de personas que habían
orientado el Concilio con el Papa Pablo VI.
En
su texto, los obispos de Bélgica, en la línea de la tradición católica y de la
Constitución Gaudium et Spes, avanzaban el argumento de la conciencia
personal. Por eso, podemos leer por ejemplo: “Sin embargo, si alguien,
perito en la materia y capaz de formarse un juicio personal bien establecido
-lo que supone necesariamente una formación suficiente- llega, sobre algunos
puntos, después de un examen serio ante Dios, a conclusiones distintas, está en su derecho de seguir sobre este
punto su convicción con tal que siga dispuesto a continuar su búsqueda con
lealtad”. Y después “Es necesario reconocer según la doctrina
tradicional que la última regla práctica está dictada por la conciencia
debidamente iluminada según el conjunto de los criterios que expone la Gaudium
et Spes (N° 50, al. 2; N° 51, al. 3), y que el juicio sobre la oportunidad de
una nueva transmisión de la vida pertenece en última instancia a los mismos
esposos que deben decidir delante de Dios”. En la misma época,
varias conferencias episcopales publicaron Declaraciones parecidas, haciendo un
llamado al juicio personal de la conciencia.
Aunque
estas palabras sobre la conciencia eran muy clásicas y prudentes, no fueron muy
apreciadas por los defensores de la Humanae Vitae. Por el contrario,
fueron descritas como deserciones, como desacatos al Papa y como un empuje
hacia el relativismo, la permisividad y el libertinaje. Fueron apartados de
manera deliberada. Fue un giro en las relaciones entre el Papa Pablo VI y los
obispos belgas. Prueba de esto es la anécdota vivida por Mons. Charue, obispo
de Namur. Durante el Concilio, nació entre él y el papa Pablo VI un sentimiento
profundo de apreciación mutua y de confianza. No se podía imaginar a un obispo
más clásico que Mons. Charue. Menos de un año después de la Humanae Vitae, fue
“recibido
en audiencia privada por el Papa. Éste le expresó su descontento por la
Declaración de los obispos belgas acerca de la Humanae Vitae. Hasta le dice: “Y
usted, Mons. Charue, sabiendo todo esto, ¿firmaría todavía la declaración de
los obispos belgas? Mons. Charue contesta: Sí, Santo Padre. Y después prorrumpe
en llanto. Este obispo, que era un gran intelectual y un hombre honesto, vivía
también el drama que muchos teólogos católicos conocieron en estos días, porque
estaban desgarrados entre su afecto sincero hacia un gran Papa humanista y la fidelidad
a sus convicciones. Amicus Plato…”. Desde entonces, muchos obispos prefirieron
el silencio a la polémica.
Como
consecuencia de esta polarización, en la enseñanza de la Iglesia, la conciencia
fue relegada de manera manifiesta a un segundo plano en lo que concierne la
relación, la sexualidad, el matrimonio, el planning familiar y el
control de la natalidad. Perdió su lugar justo en una reflexión sana en
teología moral. En la Exhortación Familiaris
Consortio, apenas se evoca el
juicio de la conciencia personal dentro del método de planning familiar
y del control de la natalidad. Todo se encuentra bajo el signo de la verdad del
matrimonio y de la procreación tal como la Iglesia lo enseña y está asociado al
deber de los creyentes de apropiarse de esta verdad y de responder a ella.
Partiendo de la ley natural, los actos determinados se califican como “buenos”
o “intrínsecamente malo”, independientemente de todo lo personal: medio de
vida, experiencia, historia. En tal perspectiva, queda poco lugar para un juicio
honesto y valórico a la luz del Evangelio y de la tradición católico en su
conjunto. En los capítulos del Catecismo
de la Iglesia Católica sobre el sexto mandamiento (N° 2331-2400)
y sobre el noveno (N° 2514-2533), se dice muy poco sobre el juicio de la
conciencia personal. Esta laguna no hace justicia al conjunto del pensamiento
católico.
¿Qué
espero del próximo Sínodo? Que devuelva
a la conciencia su lugar correcto en la enseñanza de la Iglesia, en la línea de
Gaudium et Spes. ¿Se resolverán entonces todos los problemas?
Ciertamente que no. No es algo simple ver cómo la conciencia llega a una
decisión responsable. ¿Qué es una conciencia bien formada? ¿Cómo puede conocer
la ley que Dios “depositó en nuestros corazones”? ¿Cómo se sitúa la conciencia
respecto del magisterio de la Iglesia o, al contrario, cómo el magisterio de la
iglesia se sitúa respecto de la conciencia? ¿Cómo la conciencia puede tomar en
cuenta el “principio de gradualidad” y de la pedagogía del progreso gradual en
el proceso de crecimiento al cual nadie escapa? ¿Cómo puede la conciencia
ejercer la virtud de “epikeia” o equidad cuando la letra y el espíritu
de la ley entran en conflicto? Para el hombre de hoy, que pone una gran
importancia en la formación de un juicio de conciencia personal y motivado,
éstas son preguntas pertinentes. El Sínodo no debe responder a todas estas
preguntas, pero espero sin embargo que les dará la atención deseable.
3.- LA DOCTRINA
En
estos últimos meses de preparación para el Sínodo, escuché o leí varias veces:
“Estoy de acuerdo que el Sínodo se pronuncie sobre más flexibilidad
pastoral, pero no podrá tocar la doctrina de la Iglesia”. Algunos dan la
impresión que el Sínodo sólo podría hablar de la aplicación de la doctrina y no
de su contenido. Esta oposición entre
“pastoral” y “doctrina” me parece inaplicable, tanto teológicamente como
pastoralmente. No puede apoyarse sobre la tradición de la Iglesia. La pastoral
no puede privarse de la doctrina, tanto como la doctrina de la pastoral. Ambas
deben ser consideradas si la Iglesia quiere abrir nuevas vías para la
evangelización del matrimonio y de la familia en nuestra sociedad.
¿Cuál
es la enseñanza de la Iglesia respecto del matrimonio y de la familia? ¿Dónde
encontrarla? No es posible contestar a esta pregunta si se indica solamente un
solo período, un solo Papa, una sola escuela de teología moral, un grupo
lingüístico, una política de Iglesia. Cada parte cuenta, pero ninguna parte
puede incluir o reemplazar el todo. Lo que una persona dice o escribe, cualquiera
sea su autoridad, debe siempre ser incluido en la luz del conjunto de la tradición de la Iglesia. Desde su inicio,
la Iglesia se preocupó de los problemas teológicos y pastorales acerca de la
relación, la sexualidad, el matrimonio, la familia, la Iglesia doméstica, el
divorcio, las nuevas relaciones, los abusos o comportamientos delictuosos. En
el Antiguo Testamento, ya existían muchas reglas al respecto y, sobre todo,
relatos personales. En los Evangelios, Jesús encuentra muchas veces situaciones
que tocan el matrimonio y la familia y da su parecer varias veces. Pablo
escribe varias veces sobre este problema en sus cartas a las primeras
comunidades cristianas. Después, podemos leer los Padres de la Iglesia y los
teólogos de todos los siglos. Durante y después del Concilio Vaticano II, este
desarrollo se prosiguió en todos los niveles de la vida de la Iglesia. A través
de sus instrucciones sobre el matrimonio y la familia, los Papas Pablo VI, Juan
Pablo II y Benedicto XVI aportaron una contribución importante. En resumen, la
doctrina de la Iglesia católica sobre el matrimonio y la familia debe
enmarcarse en una larga tradición que recibió formas nuevas y contenido nuevo a
través de la historia. Y esta historia no ha terminado: cada época confronta a
la Iglesia con nuevos problemas y nuevos desafíos. Siempre, ella debe atreverse
a releer su enseñanza a la luz de toda la tradición eclesial. ¿Qué puede decir
eso para hoy? Quisiera anotar algunos elementos teológicos sobre los cuales la tradición dice más, en mi opinión, que
lo que aparece en los documentos recientes del magisterio. Además de la
conciencia a la que hice mención antes, quisiera hablar de la ley natural, el sensus
fidei y la complementariedad de los modelos de teología moral.
(1. La ley natural)
El
Instrumentum Laboris para el próximo Sínodo es muy claro: “Para una
inmensa mayoría de respuestas y observaciones, el concepto de “ley natural”
aparece hoy, en los distintos contextos culturales, como muy problemático y aún
incomprensible. Se trata de una expresión que se percibe de manera diferente o
simplemente no se entiende. Numerosas Conferencias episcopales, en contextos
totalmente distintos, afirman que, aunque la dimensión esponsal entre el hombre
y la mujer es generalmente aceptada como una realidad vivida, esta no se
interpreta en conformidad con una ley dada de manera universal. Sólo un número
muy reducido de respuestas y observaciones pone en evidencia una comprensión
correcta de esta ley a nivel popular”. Esto es válido como constatación. Ningún
teólogo moralista, ningún creyente puede impugnar que existe un sentido y un
destino profundo en la complementariedad del hombre y de la mujer y en su
fecundidad. En su ser más profundo, está inscrito un destino que está en
relación con el plan creador de Dios para la humanidad y para el mundo. Por
eso, la Iglesia invita al hombre y a la mujer a tomar su parte libremente y de
manera responsable en los objetivos de este plan creador. Intervienen también
en el plan del amor, de la sexualidad, del matrimonio y de la familia algunas
constantes que no se puede desconocer o menospreciar. Las ciencias humanas nos
han traído perspectivas preciosas sobre este punto. Sin embargo, una especie de
llamado a la “ley natural” en el contexto ético del matrimonio y de la familia
sigue trayendo mucha confusión, incomprensión y resistencia.
El hombre de hoy busca valores que
ofrecen sentido y coherencia a su vida. Quiere ser feliz y ayudar a los demás a
ser felices. En situaciones muchas veces complejas, quiere tomar decisiones
responsables en conciencia, sopesando y confrontando los diferentes valores en
juego. En este discernimiento, quiere
tomar en cuenta la intención de sus actos, la proporcionalidad entre el acto y
sus consecuencias, su historia personal y su evolución. El resultado de esta
búsqueda no se conoce de antemano; difiere de una generación a otra, de un
medio a otro. Esta inserción del juicio de conciencia en una historia y una
existencia ¿puede encontrar la ley natural? Y si la respuesta es “sí”, ¿cómo?
La Comisión Teológica Internacional publicó en 2009 un documento titulado “En
busca de una ética universal: nueva perspectiva sobre la ley natural”. El
documento habla, entre otros temas, de la prudencia necesaria en cuanto a la
utilización del concepto de “ley natural” para fijar normas concretas de
comportamiento: “La ley natural no puede ser presentada como un conjunto ya
constituido de reglas que se imponen a priori para el sujeto moral, sino que es
más bien una fuente de inspiración objetiva para su proceso, eminentemente
personal, de toma de decisión” (N° 59). El documento subraya también el
carácter dinámico e histórico de la ley natural: “Llamamos ley natural al
fundamento de una ética universal que tratamos de obtener a partir de la
observación y de la reflexión acerca de nuestra común condición humana. Es la
ley moral inscrita en el corazón de los hombres y de la cual la humanidad toma
conciencia cada vez más a medida que avanza en la historia. Esta ley natural no
tiene nada de estático en su expresión. No consiste en una lista de preceptos
definitivos e inmutables. Es una fuente
de inspiración que siempre mana al buscar un fundamento objetivo a una
ética universal” (N° 113). Es decir, la ética cristiana necesidad más
espacio para juzgar y decidir que lo que permite una aproximación
estática o apodíctica de la “ley natural”. Este espacio más amplio no debe
inventarse; ya existe. Se puede trabajar con los materiales que nos ofrece
nuestra tradición bíblica y teológica, tanto moral como pastoral.
(2. El sentido de la fe de los creyentes)
Otro
elemento de nuestra tradición teológica es el sensus fidei o el sentido
de la fe de los creyentes cristianos. En la Evangelii Gaudium, el Papa
Francisco escribe: “El Espíritu lo guía (el pueblo de Dios) en la verdad y
lo conduce a la salvación. Como parte de su misterio de amor hacia la
humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe -el
sensus fidei- que los ayuda a discernir
lo que viene realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a los
cristianos una cierta connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría
que los permita captarlas intuitivamente, aunque no tengan el instrumental
adecuado para expresarlas con precisión”. Así como dice el Instrumentum
Laboris, una mayoría de creyentes en muchos países o continentes suscriben
los puntos de vistas y preocupaciones más esenciales de la Iglesia respecto del
matrimonio y de la familia. Sin embargo, acerca de ciertos conceptos de
teología moral o de mandamientos y prohibiciones morales, sabemos que desde
hace mucho tiempo, ya no son compartidos o hasta son descartados por una gran
mayoría de cristianos leales y bien informados. En 2014, la Comisión Teológica
Internacional publicó un documento sobre el Sensus fidei en la vida de la
Iglesia. Quiero ahora citar dos párrafos de este documento.
-
En primer lugar,
un párrafo sobre el rol de los creyentes laicos en el desarrollo de la doctrina moral de la
Iglesia: “Lo que se conoce menos y al cual se pone menos atención, es el rol que
juegan los laicos respecto del desarrollo de la enseñanza moral de la Iglesia.
Es importante reflexionar también sobre la función que ejercen los laicos para
discernir cuál es la concepción cristiana de un comportamiento humano
apropiado, acorde con el Evangelio. En algunos campos, la enseñanza de la
Iglesia se desarrolló gracias al descubrimiento por parte de laicos de las
exigencias impuestas por situaciones nuevas. La reflexión de los teólogos y el
juicio del magisterio de los obispos se fundaron entonces sobre la experiencia
cristiana iluminada por las intuiciones de los laicos” (N° 73).
-
Ahora un párrafo
sobre el significado posible de una falta de recepción: “Surgen
problemas cuando la mayoría de los fieles quedan indiferentes a las decisiones
doctrinales o morales que tomó el magisterio, o cuando las rechazan totalmente.
Esta falta de recepción puede ser el signo de una debilidad en la fe o de una
falta de fe de parte del pueblo de Dios, debido a la adopción no
suficientemente crítica de la cultura contemporánea. Pero en algunos casos,
puede ser el signo que ciertas decisiones fueron tomadas por las autoridades
sin que ellas hayan tomado cuenta como es debido la experiencia y el sensus
fidei de los fieles, o sin que le
magisterio haya suficientemente consultado a los fieles” (N° 123). La “consulta
suficiente de los creyentes” no debe partir de nada. Las expectativas y
experiencias del pueblo de Dios esperan desde mucho tiempo una reflexión más
profunda y un diálogo más fundamental.
(3. Modelos de teología moral)
Un
tercer elemento doctrinal que quiero señalar está unido a la teología moral en
el período post-conciliar. Después de la Humanae Vitae y Familiaris
Consortio, la “doctrina de la Iglesia católica” se encontró casada casi
exclusivamente con una escuela particular de teología moral, construida sobre una
interpretación propia de la ley natural. Los que representan otras
interpretaciones de la ley natural o de otras escuelas de teología moral,
especialmente la escuela personalista, fueron rechazados como sospechosos o
personajes para evitar. Y no se trata de figuras marginales, sino de moralistas
muy competentes y meritorios como el P. Josef Fuchs sj, el P. Bernhard Haring
cssr y el profesor L. Janssens (KULeuven). Eran de la misma generación y hasta
compañeros de estudios de los principales obispos y teólogos del Vaticano II.
Habían colaborado en los fundamentos teológicos del Concilio y a su puesta en
marcha en su enseñanza y sus publicaciones. En el corazón de su pensamiento de
teología moral, estaba la persona humana y su desarrollo
hacia una mayor dignidad humana, a la luz de la razón y de la revelación.
Buscaban lo que es factible para una persona en situaciones frágiles y
complejas, donde las elecciones no son evidentes. Creaban espacio para el
desarrollo personal en el transcurso muchas veces turbulentos de su vida.
Tomaban en cuenta la variabilidad de la realidad y la complejidad de la verdad.
Razón,
diálogo, tolerancia, empatía y misericordia recibían un lugar
importante en su búsqueda. En los años que siguieron Vaticano II, fueron
dejados de lado. Esta dirección de la política de Iglesia no aportó ningún bien
al debate de la teología moral en la Iglesia y menos al anuncio del Evangelio.
En mi opinión, el próximo Sínodo de obispos traerá poco a la evangelización del
matrimonio y de la familia si no restablece primero el diálogo con la larga
tradición de teología moral de la Iglesia. Distintos modelos de teología moral
siempre han funcionado en la Iglesia. Solamente en la complementariedad, estos
modelos pueden hacer justicia a la búsqueda múltiple a través del pensamiento
humano acerca de la verdad y de la bondad. Lo que escribe el Papa Francisco en Evangelii
Gaudium me parece importante: “Las distintas líneas de pensamiento
filosófico, teológico y pastoral, si se dejan armonizar por el Espíritu en el
respecto y el amor, también pueden hacer crecer a la Iglesia, ya que ayudan a
explicitar mejor el riquísimo tesoro de la Palabra. A quienes sueñan con una
doctrina monolítica defendida por todos sin matices, esto puede parecerles una
imperfecta dispersión. Pero la realidad es que esa variedad ayuda a que se
manifiesten y desarrollen mejor los diversos aspectos de la inagotable riqueza
del Evangelio”.
4.- LA IGLESIA COMO UNA
COMPAÑERA DE CAMINO
No
es necesario decir que soy afortunado de encontrar todos los días a personas
que trabajan arduamente en su matrimonio y permanecen fieles a los votos que
expresaron frente al altar: “Yo, (nombre), te recibo a ti (nombre), como mi
esposo/ esposa. Te prometo serte fiel en lo favorable y en lo adverso, en salud
y enfermedad, y amarte y respetarte todos los días de mi vida”. Esta
promesa de por vida está en el corazón de su relación y de su vida familiar
como su “núcleo central” y su
“columna vertebral”. Es el más bello regalo que pueden recibir de otra persona
y de Dios. Derechamente las parejas casadas miran a la comunidad de la Iglesia
para que los ayude, los fortalezca y los inspire. Por lo tanto es apropiado
decir aquí una palabra de aprecio a todas aquellas parejas que en lo cotidiano
se dedican uno al otro y a sus familias, una devoción que a veces demanda
sacrificios mayores y mucha atención personal. Junto a cada vida familiar
“ordinaria” hay una historia “extraordinaria”. Cuando visito una parroquia, por
ejemplo, siempre pregunto si puedo hacer un par de visitas a familias que están
luchando con problemas o pasando alguna dificultad. Estos encuentros son
siempre removedores y profundos (1) y me hablan del Espíritu.
-
T ha estado cuidando a su mujer en la casa hace diez
años. Ella sufre de la enfermedad de Alzheimer y, para cuidar de ella, él cerró
su empresa y ahora limita su vida social a un mínimo; la comunicación entre
ellos es sólo a través de gestos de ternura y cercanía.
-
J y F tienen cuatro hijos propios y dos adoptados del
Tercer Mundo. Para cuidar a esta gran familia, F dejó su trabajo; su familia ha
llegado a ser una pequeña comunidad internacional.
-
K está en la mitad de sus ochenta; su mujer murió unos
años atrás; actualmente él cuida solo a su hijo que tiene síndrome de Down; el
hijo tiene alrededor de sesenta años y su salud se está deteriorando poco a
poco.
-
L y M han atravesado una seria dificultad en su
matrimonio; M se enamoró de otro hombre y pensó en divorciarse; con ayuda de
sus amigos y de un terapeuta relacional ellos optaron nuevamente uno por el
otro; ellos esperan que su relación vaya mejorando emocionalmente.
-
El marido de M la abandonó sin previo aviso; aunque
ella no tiene esperanza de un reencuentro, ella aún cree en el significado
único de su matrimonio y de la promesa que hizo; ella continúa su vida como
madre sola.
Recientemente
alguien -y con razón- señalaba que la Iglesia pide tanta atención y comprensión
para las situaciones “extraordinarias” que las parejas y familias “ordinarias”
han llegado a pensar de sí mismas que son un grupo olvidado. Efectivamente
estas parejas “ordinarias” merecen contar con un mejor apoyo y guía pastoral de
la Iglesia, también en mi propia diócesis. Su dedicación y testimonio son de
gran valor para el futuro de nuestra comunidad. Tienen mucho que enseñar a la
Iglesia acerca de los medios para formar “un
hogar y una escuela de comunión” y para continuar
trabajando en ello
Al
mismo tiempo, sin embargo, yo estoy impactado como obispo acerca de cuán compleja es hoy la realidad de la
formación de la relación, del matrimonio y de la vida familiar. Diariamente
escucho historias de fallas humanas y de nuevos comienzos, de debilidad y
perseverancia, de resistencia para enfrentar los desafíos económicos y
sociales, de cuidado mutuo en circunstancias difíciles. Estas historias también
son conmovedoras y me hablan del Espíritu. ¿Cómo puede ser la Iglesia su
compañera de camino?
-
T es una madre divorciada con tres hijos adolescentes
que luego irán a la universidad. Ella no vive con su nueva pareja que es el
padre de uno de sus adolescentes. T tiene un trabajo de tiempo parcial en
educación. Ella gana un salario mensual de 1100 euros además de 600 euros de
asignación familiar. La vida para T es una lucha. Ella no tiene reservas
financieras y tiene que pedir apoyo para mantener algún grado de orden en su
vida familiar.
-
T es catequista en su parroquia. Ella tiene dos niños.
Su primer matrimonio se deterioró y terminó en divorcio. La parroquia y el
trabajo pastoral están muy cerca de su corazón. Ella es uno de los miembros más
activos del equipo pastoral.
-
H y B están ambos en los setenta y han estado casados
casi por cincuenta años. Ellos tienen tres hijos. Una hija cortó con ellos al
comienzo de sus veinte años. Ellos saben que ella tiene una pareja y que tiene
hijos. Para H y B la idea de que el corte con su hija no se remedie antes de
que ellos mueran, es una herida incurable y una fuente de enorme tristeza.
-
F tiene como 25 años. Ella ya se graduó, es activa en
el trabajo juvenil y participó en el Encuentro Mundial de la Juventud. Su novio
se considera a sí mismo un creyente, pero realmente no se siente a gusto en la
Iglesia. F ha pasado mucho tiempo compartiendo con él lo que ella siente acerca
del Espíritu y la Iglesia; aunque ella lo ama profundamente y quisiera casarse
con él, ella va sola a misa los domingos.
-
J y K son una pareja homosexual, casados en un
registro oficial. Sus padres nunca han pensado que su opción fue sencilla, pero
en sus casas son tan bienvenidos como los otros hijos. J y K aprecian mucho la
actitud de sus padres y de sus familias. Ellos tiene problemas con la actitud
de la Iglesia.
-
Barcos de todos los tipos, algunos containers enormes,
entran y salen diariamente del puerto de Amberes manejados por gente de mar que
proviene de Asia, África y Europa Oriental. Muchos son hombres jóvenes, algunos
casados, otros no. Algunos marineros, como los de Filipinas, trabajan con
contratos de nueve meses y ven a sus mujeres y niños después de largos períodos
en el mar. Cualquier contacto que tengan con sus hogares está restringido a
internet, videos en la web y teléfono. El Centro “Stella Maris” para los Viajeros del Mar de Amberes les
ofrece asistencia en lo que requieran.
-
Una familia flamenca tiene ayuda doméstica: una mujer
de mediana edad de Polonia. Ella trabaja en Bélgica para pagar los estudios
universitarios de sus hijos y está feliz de ser capaz de ayudarlos de esta
manera. Como esposa y madre, sin embargo, ella pasa meses alejada de su propia
familia.
-
La familia de B llegó de Armenia y consiste en cuatro
adultos: el padre, la madre y dos hijos. La familia ha vivido ocho años en
Bélgica y espera llegar a naturalizarse como belga algún día. El padre y el
hijo menor tienen la enfermedad de Huntigton y el hijo mayor está muy débil. La
madre sufre constantemente de stress. Durante los últimos tres años han
recibido apoyo de la Agencia Flamenca para Personas con Discapacidad. A ellos
les parece imposible terminar con esta ayuda y dependen de la generosidad de
las “tiendas sociales de abastecimiento” y de las organizaciones caritativas
que distribuyen alimentos y ropa.
Las
historias no tienen fin y yo podría continuar, pero no es esa mi intención. Me
interesa exponer la complejidad del contexto en que se desenvuelven hoy las
relaciones, el matrimonio y la vida familiar, y las expectativas que muchos
tienen de la Iglesia como “compañera de
camino”. ¿Cuáles son mis esperanzas en relación al Sínodo? Que no sea un
sínodo platónico. Que no se parapete en la seguridad distante del debate
doctrinal y de las normas generales, sino que preste atención a la realidad
concreta y compleja de la vida. El siguiente significativo pasaje del Papa
Francisco puede ser una fuente de inspiración: “Yo prefiero una Iglesia
accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia
enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propia seguridades.
No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en
una maraña de obsesiones y procedimientos. Si algo debe inquietarnos santamente
y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la
fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de
fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida. Más que el temor a
equivocarnos, espero que nos mueva el temor a encerrarnos en las estructuras
que nos dan una falsa contención, en las normas que nos vuelven jueces
implacables, en las costumbres donde nos sentimos tranquilos, mientras afuera
hay una multitud hambrienta y Jesús nos repite sin cansarse: ‘¡Dadles vosotros
de comer!’ (Mc 6,37)” (2).
Hoy
la relación de la Iglesia con los hombres y mujeres no es de simetría o
mutualidad. Aunque algunos mantengan su distancia de la Iglesia no soportan que
la Iglesia los ignore o los borre, y no están equivocados en su queja. La
cuestión aquí se centra en Jesucristo y la misión que confió a la Iglesia. ¿Con
qué tipo de personas se mezcló Jesús y de qué manera? Jesús y sus discípulos
dieron una impresión refrescante en su entorno. Eran cercanos a la gente. En contraste con otros grupos religiosos y
sociales ellos eran vistos como personas normales, simples, terrenales. Ellos
hicieron lo suyo sin pretensión. Al mismo tiempo, sin embargo, ellos irradiaban
una clara diferencia, algo que producía admiración; para alegría de muchos y la
creciente irritación de otros. ¿Cuáles eran las características de la
diferencia que irradiaban? Entre otras cosas, ello incluía lo siguiente: ellos
eran libres y entregaban alegría; ellos acogían a los perdidos y condenados y
los colocaban de vuelta en el centro del círculo; ellos invocaban la
misericordia y el perdón; rechazaban cualquier uso de poder o de violencia;
preferían ubicarse en el último puesto y creían en el poder del amor, un amor
que no espera recompensa. Ellos eran muy “cercanos”, pero a la vez muy
diferentes. Más aún, Jesús no dio un carácter exclusivo a la comunidad que lo
acompañaba. Él se acercó y reunió a personas alrededor de sí mismo en diversos
círculos. Él permitió diversos contactos entre el círculo interno y externo.
Para usar las mismas imágenes de Jesús: algunas veces era un sembrador, otras
un pastor y a veces un hostelero que invita a la mesa. En cada instancia la
gente se paraba o sentaba alrededor de él en varios círculos. Esta estructura
concéntrica es parte de la arquitectura de la Iglesia como Jesús intentó en su
construcción. Yo espero que el Sínodo haga suficiente justicia a esta
arquitectura.
Las
palabras como “compañera de camino” y “fraternidad” deberían caracterizar con
gran claridad el discurso eclesial sobre el matrimonio y la familia. Como
observa el Papa Francisco: “Hace falta ayudar a reconocer que el único
camino consiste en aprender a encontrarse con los demás con la actitud
adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como compañeros de camino, sin
resistencias internas. Mejor todavía, se trata de aprender a descubrir a Jesús
en el rostro de los demás, en su voz, en sus reclamos. También es aprender a
sufrir en un abrazo con Jesús crucificado cuando recibimos agresiones injustas
o ingratitudes, sin cansarnos jamás de optar por la fraternidad” (3).
5.- SITUACIONES
“REGULARES” E “IRREGULARES”
En
su lenguaje corriente, la Iglesia habla de situaciones “regulares” e
“irregulares”. La distinción entre las dos se basa en motivos de teología moral
y entraña consecuencias en el derecho canónico, entre otros en el dominio de
los sacramentos. No está entre mis intenciones negar la legitimidad de estas
distinciones. Es de interés de todos que la Iglesia ayude a las personas a
distinguir lo que corresponde al designio de Dios sobre su vida y sobre la manera
de crecer en esta línea. Además, pertenece a la tarea de la Iglesia reunir a
los creyentes en una comunidad organizada con derechos y deberes para cada uno.
Nosotros debemos, sin embargo, ser muy prudentes al utilizar esta distinción
entre “regular” e “irregular”. La realidad es a menudo mucho más compleja que
lo que pueden cubrir estos conceptos opuestos: bien o mal, verdadero o falso,
justo o injusto. Esta manera bipolar de pensar raramente hace justicia a todo
el transcurso de la vida de las personas y a la situación en la que ellas se
encuentran.
Para
comenzar, en la mayor parte de las familias cristianas se presentan tanto
situaciones regulares como irregulares. Esta mezcla de situaciones no impide
que los miembros de la familia continúen cuidándose y apreciándose mutuamente.
¡En buena hora! La Iglesia no puede subestimar la significación de esta solidaridad entre los miembros de una
familia. En este dominio, como obispo, me ha tocado conocer la irritación.
Un hermano se enfada porque su hermana, quien está vuelta a casar, no puede
hacer una lectura en la eucaristía. Un padre pide más comprensión para su hijo
homosexual, que se siente rechazado por la Iglesia. Una abuela no puede
comprender por qué el cura no se allana a bendecir la relación de su nieta con
un hombre divorciado. Aún si estas personas se interrogan sobre el recorrido de
vida de sus parientes, aún si ellos hubieran preferido otra situación y
experimentan pena por ella, no los abandonan simplemente. Para las personas
concernidas, éste es un signo importante de la fidelidad de Dios hacia toda persona, cualquiera sea su situación.
Tal como ellos lo sienten, la Iglesia no puede permanecer ajena en lo relativo
al sostén y a la hospitalidad que ellos continúan testimoniando mutuamente en
el seno de la familia.
En
este mismo contexto, yo he debido constatar a menudo cómo el lenguaje de la
Iglesia puede ser hiriente para algunas personas en ciertas situaciones. Quien
quiera entrar en diálogo debe guardarse
de utilizar calificativos que tropiezan con la realidad vivida y resuenan
de una manera muy humillante. Algunos de nuestros documentos eclesiásticos
necesitan una revisión urgente en este punto. Cuando hablo a las personas, yo
no puedo utilizar ciertas formulaciones de documentos de la Iglesia sin
juzgarlos injustamente, hiriendo profundamente y transmitiendo una imagen
errónea de la Iglesia.
-
K. y P. están casados desde hace 30 años y tienen
cuatro hijos; es alrededor de tres veces la media del número de hijos en una
familia belga; luego del nacimiento del cuarto hijo, ellos han alcanzado el
límite de lo que podían buenamente llevar y han decidido, por la contracepción,
no acoger a otro niño más. ¿Se puede decir sin más, de estos padres con cuatro
hijos, por motivo de su método de control de nacimientos, que ellos falsean el
amor conyugal, que han roto la ligazón esencial entre el matrimonio y la
fecundidad, y que ellos no se dan enteramente el uno al otro? ¿O, más bien, no
hay que apreciar su paternidad generosa, su coraje en el cuidado que ellos
cultivan, tanto de su relación como en la construcción continua de un hogar
abierto para sus hijos?
-
A. y L. han hecho de todo para tener un hijo. Porque
L. se aproxima a los 40 años, el tiempo ha comenzado a presionarla. Su mutuo
deseo de tener un hijo es noble y generoso, animado además por una profunda fe
cristiana. Debido a los problemas médicos, ellos han recurrido a una
fecundación in vitro homóloga.
¿Se puede decir en general de esta pareja, en razón de esta intervención
médica, que ellos han hecho dominar la técnica sobre el valor de la persona
humana, que su acto es contrario a la dignidad humana de padres e hijos, y que
ellos ven al hijo como una propiedad personal? ¿O, más bien, se puede
comprenderlos en su deseo profundo de asociar amor y fecundidad, y en la espera
que su deseo de hijos pueda ser colmado, gracias a la ayuda de médicos
competentes y conscientes?
-
J. y M. tienen ambos veinticinco años y han finalizado
sus estudios superiores; ellos han encontrado trabajo y viven juntos sin estar casados;
su intención es permanecer juntos y fundar una familia. Sus padres y toda la
familia tienen confianza en el modo en que ellos buscan conjuntamente su camino
en la vida. ¿Debe decirse a priori de
estos jóvenes, por razón del hecho de no ser casados, que ellos han optado por
una convivencia a prueba, que la razón humana denuncia su elección como
inaceptable y que ellos se tratan mutuamente de una manera que va en contra de
la dignidad humana y del fin del amor? ¿O, más bien, hay que animarlos en la elección
que hacen el uno del otro, en la esperanza que su relación pueda desarrollarse
hasta un matrimonio civil y sacramental?
Es
evidente que estas situaciones merecen más respeto y un juicio más matizado que
el que puede aparecer en algunos documentos de la Iglesia. El mecanismo de
condenación y de exclusión que de ellos se desprende no puede más que obstruir
el camino de la evangelización. El “acompañamiento en el camino” (en la vida) y
la “fraternidad” tienen poco lugar en un tal lenguaje. Sobre este punto, la
Iglesia debe aprender a hablar como una
madre, así como ha escrito el papa Francisco: “Ella (la misión del
predicador) nos recuerda que la Iglesia es madre y que ella predica al pueblo
como una madre habla a su hijo, sabiendo que el niño tiene confianza en que
todo lo que ella le enseña será para su bien porque él se siente amado. Además,
la madre sabe reconocer todo lo que Dios ha sembrado en su hijo, ella escucha
sus preocupaciones y aprende de él. El espíritu de amor que reina en una
familia guía tanto a la madre como al hijo en su diálogo, donde se enseña y se
aprende, donde se corrige y se aprecian las buenas cosas” (4).
Agreguemos
todavía una reflexión sobre el carácter histórico de todos nuestros
pensamientos y nuestras acciones, también en la Iglesia. La distinción entre
situaciones “regulares” e “irregulares” no tiene que ver solamente con la
teología moral y el derecho canónico. También dice relación con la cultura y la historia. Cómo las
personas profundizan su relación, cómo y cuándo ellas eligen tener hijos, cómo
y cuándo ellas consideran y sienten su relación como “indisoluble”: éstas son
realidades humanas marcadas por la época y la cultura, por el origen y la
formación, por la conjunción de opiniones y sentimientos. A lo largo de los
siglos, cada generación de padres ha conocido aquel sentimiento problemático
“nuestros hijos viven esto de otra manera”. Importa también notar que, de los
siete sacramentos, el matrimonio ha sido el menos evidente. A diferencia de los
demás sacramentos, él sella un don
humano previo: la unión para la vida que comprometen un hombre y una mujer,
según los usos de la época y de su cultura. Por cierto, en la tradición latina
de la Iglesia católica, no es el sacerdote quien es el ministro del matrimonio,
sino que son los esposos mismos quienes se administran el sacramento, el uno
para el otro. Y recién a partir del siglo XII, el matrimonio ha sido puesto en
la lista de los siete sacramentos. Más aún, el asunto de saber a partir de
cuándo un matrimonio debe ser considerado como indisoluble, fue por largo tiempo objeto de discusión. La historia
de la emergencia (desarrollo) del doble criterio “rato y consumado”, es
particularmente instructiva al respecto (5). No es mi intención poner en
cuestión la legitimidad de este criterio. Yo deseo solamente mostrar de dónde
viene: no de la Revelación ni de la historia del dogma, sino de la historia bien
complicada del derecho de la Iglesia. El criterio no debe ser aligerado, pero
tampoco sobrecargado más allá de lo necesario. La “forma” necesaria para la
realización de un matrimonio válido ha cambiado también en muchas ocasiones o
ha sido adaptada de diversas maneras en el curso de la historia del derecho de
la Iglesia. Es más, a lo largo de los siglos, la Iglesia ha conocido
variaciones sobre el tema del matrimonio y de la familia. Al lado de las
tradiciones occidentales, ha existido siempre y existe en la Iglesia una
tradición canónica oriental en lo que concierne al matrimonio y la familia. Ha
habido el matrimonio entre personas que hoy día serían considerados menores de
edad, o el matrimonio regulado sobre las promesas recíprocas de los jefes de
dos familias (y que existe aun actualmente en ciertas regiones). A partir de la
Revolución francesa, la introducción del matrimonio
civil (y del divorcio civil) ha creado un nuevo contexto legal, también
para los creyentes católicos. Desde la mitad del siglo pasado, las parejas han
contado por primera vez en la historia con los conocimientos y los métodos
necesarios para el control de los
nacimientos. A esto se agregó el problema de la sobrepoblación mundial y la propagación del virus del SIDA. Hoy día, la legalización del contrato de vida en
común o del matrimonio entre dos personas del mismo sexo lleva a nuevas situaciones y opiniones relativas al
matrimonio y la vida de familia. Por otra parte, las personas viven muchos más años que antes: sus relaciones
deben resistir mucho más largamente la prueba del tiempo. Además, a
consecuencia de la más larga esperanza de vida, pueden iniciar una nueva
relación a edad más avanzada. Este contexto en continuo cambio no es en sí
mismo anticristiano ni opuesto a la Iglesia. Él forma parte de las
circunstancias históricas en las cuales tanto la Iglesia como cada creyente
deben asumir sus responsabilidades. Él sitúa a la Iglesia delante de un desafío
siempre importante, el de saber cómo su doctrina y la vida concreta pueden encontrarse
y cuestionarse mutuamente en una tensión fecunda. En casi todas las respuestas
al cuestionario de Roma, yo leo la expectativa de que la Iglesia pueda
reconocer el bien y lo valioso igualmente en otras formas de vida común que el
matrimonio clásico. Este requerimiento me parece justificado.
6.- DIVORCIADOS Y
VUELTOS A CASAR
Una
de las cuestiones surgidas en varios países es el problema de las personas
divorciadas que se han vuelto a casar y su exclusión
de la comunión Eucarística. El Instrumentum Laboris señala al
respecto: “Un buen número de respuestas hablan de los muchos casos,
especialmente en Europa, América y en algunos países de África, donde personas
claramente piden recibir el sacramento de la Reconciliación y la Eucaristía.
Esto ocurre primariamente cuando sus hijos reciben los sacramentos. A veces,
expresan el deseo de recibir la comunión para sentirse “legitimados” por la
Iglesia y para eliminar el sentido de exclusión o marginación. A este respecto,
algunos recomiendan considerar la práctica de algunas iglesias ortodoxas, las
cuales, en su opinión, abren el camino para un segundo o tercer matrimonio de
un carácter penitencial […] Otros piden clarificación de si esta solución está
basada en la doctrina o es solamente una cuestión de disciplina” (6). Me gustaría hacer tres
observaciones en relación con este tema.
1.
La primera se
centra en la estrecha conexión que
la doctrina católica actualmente hace entre el sacramento del matrimonio y el
sacramento de la Eucaristía. No hay duda que ambos están relacionados. La vida
sacramental de la Iglesia es un todo orgánico en el cual un sacramento abre y
re-abre el acceso al otro. Es posible preguntarse, no obstante, si acaso la indisolubilidad
del matrimonio entre un hombre y una mujer puede ser comparada directamente con
la indisolubilidad del vínculo entre Cristo y su Iglesia. Esta “aplicación” a
la cual Pablo hace referencia en su carta a los Efesios no es una
“identificación” (7). Ambas indisolubilidades tienen diferentes significados
salvíficos. Se relacionan unas con otras como “signo” y lo “significado”. Lo
que Cristo es para nosotros y lo que él hizo por nosotros continua
trascendiendo toda vida humana y eclesial. Ningún “signo” específico puede
adecuadamente representar la “realidad” de este lazo de amor con la humanidad y
con la Iglesia. Aún la más bella reflexión del amor de Cristo contiene
limitaciones humanas y pecado. La distancia entre “signo” y “significado” es
considerable y para nosotros esto es una bendición y una buena suerte. Nuestra
debilidad nunca puede deshacer la fidelidad de Jesús por la Iglesia. Desde la
indisolubilidad de su sacrificio en la cruz y su amor por la iglesia fluye la
misericordia con la cual él nos encuentra una y otra vez, particularmente en la
celebración de la Eucaristía.
2.
Mi segunda
observación tiene que ver con la
participación en la Eucaristía. En el decreto sobre el Ecumenismo Unitatis
Redintegratio, el Concilio Vaticano Segundo hizo una distinción entre dos
principios que se relacionan entre sí dialécticamente: participación en la
Eucaristía “como un signo de unidad” y como “medio hacia la gracia” (8). Ambos
principios se co-pertenecen: ellos apuntan uno al otro y se refuerzan una al
otro en una tensión creativa. Me inclino a ver esta aproximación a la
Eucaristía como significativa aquí. En conformidad a las actuales enseñanzas y
disciplina, a las personas que están divorciadas y vueltas a casar no se les
permite recibir la comunión porque su nueva relación después de un matrimonio
roto no es más un “signo” del lazo indestructible entre Cristo y la Iglesia.
Esta línea de argumento claramente tiene importancia. Al mismo tiempo, sin
embargo, uno debiera hacer la pregunta si se dice todo lo que debiera ser dicho
sobre la vida espiritual del individuo y sobre la Eucaristía. Las personas que
están divorciadas y vueltas a casar también necesitan la eucaristía para
crecer en unión con Cristo y con la comunidad de la Iglesia y para
asumir su responsabilidad como cristianos en su nueva situación. La Iglesia no
puede simplemente ignorar sus necesidades espirituales y su deseo de recibir la
Eucaristía “como un medio para la gracia”. Debiéramos tener en mente, además,
que aquellos que se encuentran a sí mismos en una situación ´regular´ también
necesitan la eucaristía “como un medio para la gracia”. No es sin una razón que
la oración final común antes de la comunión es: “Cordero de Dios que quitas el
pecado del mundo, ten piedad de nosotros” y “Señor, no soy digno que entres en
mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme” (9).
3.
Mi tercera
observación responde la pregunta si la exclusión de las personas que están
divorciadas y vueltas a casar de la comunión refleja propiamente la intención de Jesús con respecto a la
Eucaristía. Espero evitar respuestas simplistas aquí, pero la pregunta me sigue
preocupando. El evangelio contiene tantas palabras y gestos que la Iglesia
afirma -desde los tiempos de los padres de la Iglesia- que también tienen
significado Eucarístico. Las palabras dichas y los gestos refieren a preparar
la mesa común en el reino de Dios. Para comprender la Eucaristía correctamente,
tenemos que tener en mente que una gran compañía de publicanos y pecadores
estaban en la mesa con Jesús (Lucas 5, 27-30); que Jesús escogió este contexto
para decir que él no había venido por los justos sino por los pecadores (Lucas
5, 31-32); que todos los que habían venido de lejos y de cerca a escuchar la
palabra de Jesús les fue dado compartir el pan con Jesús y los apóstoles (Lucas
9, 10-17); que cuando tú des un banquete debes invitar especialmente a los
pobres, los tullidos, los cojos y los ciegos (Lucas 14, 12-14); que el padre
compasivo dio el mejor banquete posible al hijo pródigo, lo que irritó a su
hermano mayor (Lucas 15, 11-32); que Jesús le lavó los pies a los discípulos,
Pedro y Judas incluido, antes de la última cena, y les encargó seguir el
ejemplo siempre que lo recuerden a él (Juan 13, 14-17). No es mi intención usar
estas referencias como slogans, pero sigo convencido que no la podemos hacerlas
un lado e ignorarlas. Tiene que haber una correlación entre las muchas palabras
y gestos de Jesús relacionados con la mesa y su intención con la Eucaristía. Si
Jesús mostró tal apertura y compasión acerca de la mesa común en el reino de
Dios, entones estoy convencido que la Iglesia tiene un mandato firme de
explorar cómo puede dar acceso a la Eucaristía bajo ciertas circunstancias a
las personas que están divorciadas y casadas nuevamente.
¿Cómo
la Iglesia lidia con situaciones “irregulares” en estas y en situaciones
comparables? Una línea cultural parece distinguir al norte y al sur de Europa a
este respecto. El sur de Europa tolera mucho más el abismo entre la realidad y
la norma que Europa del Norte. La tradición legal romana impulsó en primera
instancia a crear buenas leyes, preocupando menos el que fueran aplicables o
no. En el sur, más encima, tengo la impresión que lo que se sale del ideal no
puede y no necesita ser regulado. Se le da preferencia a encontrar una manera práctica en el nivel local.
El
norte de Europa tiene dificultades con eso. Incluso cuestiones que son menos
positivas y buenas tienen que ser canalizadas a través de conductos legales y
por lo tanto ser reguladas. En la manera de cómo comprendemos las cosas en el
norte, a nadie ayuda la negación o el tabú. Por el contrario, solo estimula el
crecimiento de un “mercado negro”. Además, el norte de Europa tiende a preferir
menos leyes pero que de hecho se aplican. Hace más de veinte años, un grupo de
obispos diocesanos en Alemania trataron de elaborar un justificado acuerdo
teológico y pastoral para dar a los divorciados y casados nuevamente acceso a
la comunión (10). No es mi intención aquí juzgar el valor intrínseco de su
propuesta. Lo que me preocupa sin embargo es lo siguiente: cuando a los obispos
se les impide dar guía a sus colaboradores sobre cómo lidiar sobre situaciones
irregulares, sus colaboradores quedan sin orientación. Los sacerdotes y los
agentes pastorales con no poca frecuencia se ven enfrentados con situaciones
irregulares que requieren un juicio prudencial. Así, hacen lo correcto al
esperar de sus obispos criterios y liderazgo. La ausencia de tal liderazgo
puede llevar a mayor confusión y a un mayor descrédito de la autoridad de los
obispos como “pastores” del pueblo de Dios confiado a él. Paradójicamente,
mejores normas para lidiar con situaciones irregulares puede ser beneficioso
para el ejercicio del liderazgo en la Iglesia. La tradición legal de la Iglesia
Cristiana oriental con la posibilidad de arreglos excepcionales por
razón de “misericordia” o “equidad” (oikonomia; epikeia) podría ofrecer
nuevos ímpetus a este respecto (11). Es por esta razón, también, que estoy
esperando el Sínodo con esperanza.
Me
gustaría concluir aquí con una palabra desde
la perspectiva de los hijos y nietos. Como todo obispo, regularmente visito
parroquias para el sacramento de la confirmación. La mayoría de los
confirmandos en mi parroquia son niños de 12 años de edad. Muchos son hijos de
un segundo matrimonio o de combinaciones familiares nuevas. En cada ocasión me
confronto con una gran comunidad de niños, padres, abuelos y otros miembros de
la familia. Estoy consciente que la mayoría solo participa rara vez en la
Eucaristía, pero también sé que esa celebración es importante para ellos. Los
niños que están siendo confirmados reúnen sus familias en una celebración que
tiene un profundo significado, entre otras razones, por la conexión religiosa
entre las distintas generaciones. Además, tales celebraciones frecuentemente
dan una infrecuente “tregua” a algunas familias en la cual las frustraciones
mutuas y los conflictos son dejados de lado por un momento. Cuando llega el
momento de la comunión, la mayoría de los miembros de las familias
espontáneamente se acercan al altar para recibir la comunión. No me puedo
imaginar lo que significaría para los niños y para su futuro lazo con la
comunidad de la Iglesia si les rehusara la comunión en ese momento a sus
padres, abuelos y a otros miembros de la familia que se encuentran en
situaciones matrimoniales “irregulares”. Sería fatal para la celebración
litúrgica y principalmente para el desarrollo posterior de la fe de los niños
involucrados. En tales circunstancias, surgen otras prioridades teológicas y
pastorales que van más allá de la pregunta por el matrimonio sacramental. Tales
situaciones demandan mayor reflexión sobre las enseñanzas como sobre las prácticas
de la Iglesia. El Instrumentum Laboris correctamente alude a este asunto
(12).
7.- EL ANUNCIO DEL
EVANGELIO
Se
le ha puesto un título complejo al próximo Sínodo: Los Desafíos pastorales
de la familia en el contexto de la evangelización. Que la evangelización se retome en el título, lo encuentro muy
importante. ¿Por qué? Porque el matrimonio y la familia no forman sino un tema
entre muchos a partir de donde la pregunta más extensa de la evangelización
está a la orden del día. El lenguaje, el método y la sensibilidad con los que
trabajará el Sínodo serán un test. Pueden dar un nuevo tono para toda la
postura pastoral de la Iglesia. Por lo demás todos los temas pastorales están
religados entre ellos y en cada tema surgen cuestiones análogas. Por lo mismo,
el significado del próximo Sínodo tiene un alcance mucho más allá de lo que
concierne el matrimonio y la familia.
¿Cómo la Iglesia va al encuentro del
mundo y del hombre de hoy? En el
curso de los últimos decenios reinaba en el gobierno de la Iglesia un modelo
defensivo o antitético. En contraste con una cultura de “oscurantismo”, la
Iglesia debe hacer irradiar la “belleza de la verdad”. Aunque el mensaje del
Evangelio no sea popular o difícil de entender, la Iglesia debe manifestarlo de
manera intacta. En un mundo que se va alienando cada vez más, debe seguir
siendo un foco de luz y de reconocimiento. Si eso desagrada, ¡entonces que se
produzca el choque! Sólo por un retorno radical hacia la verdad eterna, después
de todo el mundo podrá salvarse. Por supuesto que hay buenas razones para este
modelo antitético. Después de todo, el Reino
de Dios no coincide con los desarrollos coyunturales de este mundo. Se
manifiesta en una contra-corriente y en un llamado profético. Que Dios haga el
mundo “nuevo” significa que lo haga al mismo tiempo “otro”. De Jesús mismo y de
sus discípulos brotaba también un testimonio “contra-corriente”. Claramente no
vivían y actuaban como todo el mundo. Por lo demás por esta diferencia Jesús
pagaría un precio alto. Terminó como un condenado en la cruz. Finalmente era
para él “todos contra uno”. Es desde esta diferencia de contra-corriente que la
comunidad eclesial debe seguir irradiando si quiere permanecer fiel a su
fundador y a su misión.
Al
mismo tiempo se debe aplicar una gran
dosis de prudencia hacia ese modelo antitético. Jesús de verdad murió en la
cruz “todos contra uno”, pero nunca vivió “uno contra todos”. Con más amplitud
de mira que cualquier jefe religioso, tenía su corazón y sus brazos abiertos a
la gente, cualesquiera que fueran o lo que hubieran hecho. No había muros ni
fronteras a su misericordia. Iba de
pueblo en pueblo para que ningún enfermo dejara de encontrarlo, ningún leproso
lo buscara en vano y ningún pecador fuera privado de su perdón. Entró en
diálogo con gente inesperada y se dejó invitar a la mesa con huéspedes de
dudosa reputación. El favoritismo o la exclusividad no era la norma para la
elección de sus amigos o compañeros, ni siquiera para la elección de sus
apóstoles. Es en esta huella que Jesús ha colocado a su Iglesia. En sus
relaciones con la gente y con el mundo, la Iglesia debe poder dar muestra de la
misma apertura y misericordia que su
fundador. Sólo puede cumplir con su misión recorriendo el camino del diálogo. No tiene otra elección, si
quiere guardar su identidad y su credibilidad. Pienso que es justamente aquí
que la Iglesia lucha hoy contra una falencia. Hemos hablado aquí arriba del sensus
fidei. Si muchos perciben hoy una falencia en la Iglesia, se trata de la
claridad de su semejanza con Jesucristo. Les cuesta encontrar en la actitud de
la Iglesia hacia la gente de hoy, la actitud de Jesús hacia la gente de su
tiempo. Además miran sobre todo el tema del amor, la relación, la sexualidad,
el matrimonio y la familia. No es de extrañar: son los temas que más les llegan
al corazón y donde sienten la mayor felicidad o la mayor pena. Tomando en
cuenta este hecho, la Iglesia debe, especialmente en estos temas, abandonar su
actitud defensiva o antitética y buscar de nuevo el camino del diálogo. Debe
atreverse nuevamente a ir de lo “vivido”
a la “doctrina”. La Iglesia no tiene nada que perder por este camino. Es
precisamente en el diálogo con el mundo que podrá descubrir donde Dios está
obrando hoy y los desafíos a los que convida tanto la Iglesia como el mundo.
A
propósito de esta actitud abierta al mundo, el papa Francisco escribe: “El
ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza
permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone
el mundo actual. (…) Mientras tanto, el Evangelio nos invita siempre a correr
el riesgo del encuentro con el rostro del otro, con su presencia física que
interpela, con su dolor y sus reclamos, con su alegría que contagia en un
constante cuerpo a cuerpo. La verdadera fe en el Hijo de Dios hecho carne es
inseparable del don de si, de la pertenencia a la comunidad, del servicio, de
la reconciliación con la carne de los otros. El Hijo de Dios, en su
encarnación, nos invitó a la revolución
de la ternura” (13).
En
la evangelización, se trata antes que todo de la persona de Jesucristo. Que la
gente encuentre a la Iglesia creíble tiene que ver sobre todo con el modo de
cómo da testimonio del ejemplo de Jesús. A este propósito el papa Francisco
también escribe: “Toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres,
sus gestos, su coherencia, su generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su
entrega total, todo es precioso y le habla a la propia vida. (…) Cautivados por
ese modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida
con todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente
con ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos
con los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo
a codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta,
sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad” (14).
8.- UN SÍNODO COMO UN
DESAFÍO
Las
páginas precedentes pueden dar la impresión que no espero del Sínodo sino
aprobación y aliento, como si nuestra visión Occidental o Nor-europea del
matrimonio y de la familia debiera llegar a ser la norma para todos. No es el
caso. El matrimonio y la familia en nuestro ambiente no están pasando por un buen
momento. Lo sabemos por experiencia. La cantidad de matrimonios que no
perseveran es muy alta. Los jóvenes dudan en contraer matrimonio, que sea por
el civil o por la iglesia. El número de niños por familia es muy bajo (excepto
en las nuevas familias de origen extranjero). La cantidad de suicidios es alta
y preocupante, y cada vez a una edad más joven. El matrimonio como institución
recibe poco apoyo de las autoridades y del ambiente socio-económico. El abismo
entre familias ricas y pobres crece constantemente. Hay cifras y estadísticas
de todas esas constataciones. Eso no quiere decir que las otras partes del
mundo no tienen problemas u otros problemas, sólo que nosotros no podemos
desconocer nuestros problemas. Sin
ser honestos, no avanzaremos. Más vale un diálogo valiente que la ausencia de
diálogo.
Ocurre
en la Iglesia como en el deporte: un entrenador que deja de entrenar a su gente
en cuanto algunos empiezan a soplar y a suspirar, jamás ganará un campeonato
con tal equipo. Un buen entrenador no debe tener miedo o andar con pequeñeces;
tiene que atreverse a poner la vara muy alta, aunque haya alegato o
resistencia. En este sentido, para mí, el próximo Sínodo bien puede lanzarnos
algunos desafíos. Puede, con un pase firme, devolvernos la pelota. Por lo demás, no debemos esperar que los
otros o un Sínodo devuelvan la pelota a nuestra cancha. Nosotros mismos debemos
hacer primero nuestra propia evaluación y nuestros propios proyectos. En todo
caso veo tres líneas por donde se nos va a devolver la pelota.
-
La primera línea
es la de nuestro nivel de vida y de
nuestra escala de valores.
Justamente en nuestro Occidente confortable, vuelve a surgir la pregunta de lo
que hace feliz al hombre. Ahora que tenemos casi todo lo que puede ofrecer una
sociedad moderna, el motor de nuestro sentimiento de felicidad empieza a
fallar. Sabemos mejor “lo que tenemos” que “lo que somos”. Y aquel “quienes
somos” tiene que ver con la raigambre relacional de nuestra vida:
nuestro círculo de amigos, nuestro compañero de vida, nuestro matrimonio,
nuestro hogar y nuestra familia. Yo “soy” el amigo, el marido o la esposa de,
el papá o la mamá de, el abuelo o la abuela de, el tío o la tía de, el nieto o
la nieta de, el vecino o la vecina de… ¿Cuánto raigambre relacional no hemos
sacrificado en la carrera por la productividad y la eficiencia, por la
formación y más formación adicional, por el ahorro y las inversiones, por ser
tomado en cuenta y por sobresalir? El precio relacional de esta carrera se
parece a la deuda del Estado belga: la estamos pagando muy caro. En este punto,
el Sínodo ciertamente puede devolvernos la pelota. Hay mucho por aprender y emprender
nuevamente: que el tiempo que se dedica a su compañero o a su familia
no es tiempo perdido; que la paternidad de un hombre transforma a un hombre,
que la maternidad de una mujer transforma a una mujer; que los niños y los
nietos nos rejuvenecen y nos renuevan (aunque nos salgan canas); que los
cuidados particulares con los que los miembros de una familia se atienden,
sobre todo en los días difíciles, pueden ser factores de grandeza humana y
fuente de paz interior; que un niño puede aportar al libro de nuestro vida
justamente el capítulo que todavía le faltaba; que las relaciones no entregan
su secreto sino por la vía de la perseverancia; que el amor de Dios y nuestro
amor se tocan en el sacrificio conjunto. ¿Podemos mirar estos desafíos de
frente?
-
La segunda línea
es la de la comunidad eclesial. La
Iglesia hace una propuesta elevada a la gente y tiene confianza en sus
posibilidades de crecimiento. Cree en el valor del matrimonio, fundado sobre un
compromiso de por vida. Insiste en el lazo esencial entre el amor y la
fecundidad generosa. Ve al matrimonio y a la familia como uno de los lugares
más fuertes donde vivir la alianza fiel y misericordiosa de Dios con este
mundo. En esta dirección quiere acompañar a la gente, con respeto por su
caminar propio. Por eso invito a todos, sea cual sea la situación relacional o
familiar en la que se encuentran, a acoger la Palabra de Dios en su vida y a
tomar sus responsabilidades como cristianos. Sin embargo, es difícil cumplir
una misión de tal envergadura contando con sus solas fuerzas. Necesitamos de
los demás para realizar juntos un proyecto de vida. En este punto la Iglesia
ciertamente no da en el blanco. Nuestras comunidades parroquiales muchas veces
ya no están en condiciones para animar y acompañar convenientemente a las
(jóvenes) familias. Las parejas, con o sin razón, se sienten a veces dejadas de
lado por la Iglesia. ¡Hay mucho por hacer en este punto! A este propósito dice
el Instrumentum Laboris: “El primer apoyo viene de una parroquia que
vive como “familia de familias”, que está en el corazón de una pastoral
renovada, orientada hacia la acogida y el acompañamiento, caracterizada por la misericordia
y la ternura” (15).
-
La tercera línea
es la de la sociedad y la autoridad
civil. Lo que la mayoría de los ciudadanos piensa y desea determina en un
país democrático la gestión gubernamental. Esa gestión tiene que ver en buena
parte con los derechos y las libertades personales de cada uno. Por lo demás
los gobiernos prefieren tratar con los ciudadanos individuales y sus
aspiraciones. La sociedad civil, como el compromiso de grupos y movimientos o
el éxito de una familia, no es su preocupación prioritaria. Y sin embargo, esos
niveles
intermediarios cumplen un papel esencial en la construcción de una
sociedad vital y digna del hombre. Un país que anhela futuro, por cierto
necesita de familias sólidas, y sobre todo de familias con niños. ¿Qué política
llevan nuestros gobiernos y qué importancia dan al matrimonio, a la familia y a
la acogida del niño? Con justa razón, me parece, el Instrumentum Laboris propone
esa centralidad de la familia como “sujeto social”: “Las familias no
son solamente objeto de protección por parte del Estado, sino deben redescubrir
su papel como ‘sujetos sociales’. En este contexto las familias se
encuentran con cantidad de desafíos: la relación entre la familia y el mundo
del trabajo, entre la familia y la educación, entre la familia y la salud; la
capacidad de unir entre ellas a las generaciones, de modo tal que los jóvenes y
las personas mayores no sean abandonados; el desarrollo de un ‘derecho de la
familia’ que tome en cuenta sus relaciones específicas; la promoción de leyes
justas, como aquellas que garantizan la defensa de la vida humana desde su
concepción y aquellas que favorecen la bondad social del matrimonio auténtico
entre el hombre y la mujer” (16).
¡Que alguien tire también esa pelota a la cancha!
Con
estas consideraciones, no me quiero anticipar al Sínodo, ni mucho menos aún dar
la lección a alguien. Sólo quiero hacer un
llamado a la apertura y al diálogo constructivo. Aquel que emite
reflexiones o proposiciones debe también poder interrogarse y corregirse.
Tenemos mucho que aprender los unos de los otros y mucho que recibir
mutuamente, también y sobre todo en una Iglesia que quiere ser “la casa y la
escuela de comunión” (17).
CONCLUSIÓN
Mis
consideraciones se han alargado más de lo que pensaba al comienzo. Mientras
leía y escribía, fui descubriendo lo complejo de muchas cuestiones y desafíos,
tanto a nivel teológico como a nivel pastoral. Está claro que todos estos temas
constituyen un programa mucho más largo que para uno o aún dos Sínodos.
Requieren todo un proceso de estudio
y de reflexión, y sobre todo una nueva forma de acercamiento que va a pedir
tiempo. Lo menos bueno que podría hacer el Sínodo, me parece, sería querer
sacar rápidamente algunas conclusiones prácticas. Más valdría echar a andar un
proceso diferenciado, del cual se
sintieran parte integrante tantas personas como posible: obispos, teólogos
moralistas, canonistas, pastores, científicos y hombres o mujeres políticos, y
sobre todo la gente casada y las familias, porque de ellas se trata. ¡Por lo
demás, sería bien extraño que la Iglesia como “casa y escuela de comunión” se
saliera con menos paciencia, intercambio y flexibilidad que el matrimonio o la
familia como “casa y escuela de comunión”!
Notas
1 Las iniciales utilizadas
son ficticias, pero no las narraciones
2 Papa Francisco, Evangelii
Ggudium, 49
3 Papa Francisco, Evangelii
Gaudium, 91.
4 Papa Francisco, Evangelii
Gaudium, 139.
5 Según el derecho romano,
el matrimonio estaba realizado (concluido) por el consenso de las partes
concernidas, en el seno de una celebración privada, familiar. La “consumación”
no era un criterio de validez. Según el derecho germánico, que se expandió por
Europa en el vacío dejado por la disolución del imperio romano y de su sistema
de derecho, el matrimonio se realizaba precisamente por la “toma de posesión
corporal” de la esposa, como se le llamaba. Un matrimonio según esta tradición
no era definitivo sino hasta que la consumación no estaba cumplida. Las dos
tradiciones, romana y germánica, tenían sus partidarios entre los canonistas:
la escuela de París frente a la escuela de Bolonia. Cuando Rolando Bandinelli
fue elegido papa (Alejandro III, 1159-1181), él utiliza esta distinción entre “rato”
y “consumado” para zanjar la querella entre los canonistas. Él asocia
las dos escuelas en una sola fórmula: un matrimonio sacramental concluido
válidamente (rato) y además unido corporalmente (consumado), aún
el mismo papa no puede disolverlo. En lo sucesivo, el doble criterio “rato y
consumado” interviene en los decretales del papa, y de allí en el Código de
Derecho Canónico de 1917 y en el de 1983. Hasta hoy día, el papa puede disolver
un matrimonio sacramental no consumado, así como un matrimonio que no ha sido
celebrado sacramentalmente (Privilegio paulino y petrino).
6 Instrumentum Laboris, 95.
7 “Esto es un gran misterio y lo estoy aplicando a Cristo y la Iglesias” (Efesios
5, 32).
8 Decreto del Vaticano II Unitatis
Redintegratio, 8: “Sin embargo, no es lícito considerar la comunicación
en las funciones sagradas como medio que pueda usarse indiscriminadamente para
restablecer la unidad de los cristianos. Esta comunicación depende, sobre todo,
de dos principios: de la significación de la unidad de la Iglesia y de la
participación en los medios de la gracia. La significación de la unidad prohíbe
de ordinario la comunicación. La consecución de la gracia algunas veces la
recomienda.”
9 “La Eucaristía, si bien
constituye la plenitud de la vida sacramental, no es un premio para los
perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles. Estas
convicciones también tienen consecuencias pastorales que estamos llamados a
considerar con prudencia y audacia. A menudo nos comportamos como controladores
de la gracia y no como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la
casa paterna donde hay lugar para cada uno con su vida a cuestas”; aquí en Evangelium
Gaudium, 47, el Papa Francisco alude a San Ambrosio, De Sacramentis,
IV, 6, 28: PL 16, 464: “Tengo que recibirle siempre, para que siempre
perdone mis pecados. Si peco continuamente, he de tener siempre un remedio”.
10 Su propuesta contenía
precondiciones claras: que la persona que se volvió a casar genuinamente
lamentara el fracaso de su primer matrimonio, que continuara respetando las
obligaciones que surgieron en el contexto del primer matrimonio, que el
restablecimiento de la primera relación esté definitivamente excluida, que los
compromisos que nacen a partir del nuevo matrimonio civil no puedan ser
revocados sin una nueva negligencia o falta, que uno haga lo mejor que
honestamente pueda para vivir la nueva unión civil en un espíritu Cristiano y
para criar a los hijos en la fe, que uno desee participar en los sacramentos
como una fuente de fortalecimiento en la nueva situación. Cf. W. Kasper, Das
Evangelium vor der Familie. Die Rede vor dem Konsitorium, Herder, 2014, p.
65-66.
11 Cf. Instrumentum Laboris, 95. 17
12 Instrumentum Laboris, 95 y 153.
13 Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 88.
14 Papa Francisco, Evangelii Gaudium, 265 y 269.
15 Instrumentum Laboris, 46
16 Instrumentum Laboris, 34
17 Cf. arriba, Papa Juan
Pablo II, Novo Millenio Ineunte, 43
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